¿Es buena o mala la inmigración masiva?

¿Habría que considerar esencial que haya trabajo para todos los ciudadanos de un país?  ¿Quién deberá tener derecho a beneficiarse del estado de bienestar de una nación?  ¿Cuáles son los derechos y deberes de la patria?  ¿Es bueno o malo que haya exceso de población?   El juicio a que se llegue acerca de si la inmigración masiva es deseable o no dependerá de lo que se piense de esas cuestiones fundamentales.  Y son cuestiones que en la política antidemocrática se evitan y sustituyen con adoctrinamiento, propaganda y manipulación de la emoción y el sentimiento.

Está de moda dolerse de la escasa natalidad y el envejecimiento de la población en los países desarrollados.  Se habla de la falta de natalidad abundante como si supusiera el hundimiento forzoso y hasta la desaparición de las naciones.  Pero, dado que el trabajo que puede haber en cualquier época es siempre limitado, ¿será mejor que haya mucha población joven y que esos jóvenes no puedan encontrar trabajo o será preferible que toda persona que nazca en cada nación pueda ganarse la vida y tener independencia y libertad?   

La creencia en que había que tener tantos hijos como los dioses quisieran, y cuantos más mejor, llevó a creer también en una providencia divina que se encargaría de ellos, puesto que, en definitiva, eran responsabilidad de los dioses y no de los humanos.  También había que traer hijos al mundo para la patria, aunque ni la patria ni los padres pudieran darles lo que necesitaban.  Y lo que trajo siempre esa creencia fue pobreza y miseria.  Los padres son la única providencia de los hijos, por lo que no es bueno que se tengan más hijos de los que se puedan cuidar.  Y la nación, la patria, es la providencia de sus ¨hijos¨, por lo que no se debería alentar que haya más población que la que pueda tener trabajo.  Nacer en un país en el que no hay trabajo es como nacer en la esclavitud, sin esperanza y sin porvenir. 

Antes se hablaba de los males del exceso de población en todo el mundo.  Pero eso cambió cuando las empresas globales, con ayuda de las instituciones internacionales, decidieron, con muy poca base científica, culpar del cambio climático a los humanos y hacer que los contribuyentes pagasen los grandes negocios que se podrían montar con ese cuento. Muchos de los que antes afirmaban que el planeta en que vivimos no podría aguantar un exceso de población que lo dejase sin recursos, ahora no lo dicen, o para que no los persigan y anulen su trabajo y su carrera o para que los inviten a lucirse en las reuniones y foros internacionales que tratan del tema.  Si tan bueno y deseable es que haya mucha población joven, el continente africano tendría que ser el más rico y adelantado.  Pero está lleno de jóvenes forzados a escapar para conseguir trabajo y una vida decente en lugares menos poblados.

En torno a la emigración masiva a Europa hay grandísimos negocios y no son sólo los de las mafias que facilitan la inmigración ilegal.  Directa o indirectamente son muchos los que se aprovechan de la situación, porque, como ocurre con las guerras, es enorme el botín que se puede conseguir con la destrucción y el desorden.  A muchos de los malos gobiernos que tanto abundan, y a muchas de las grandes empresas que mandan en ellos, les conviene que entre mano de obra barata y dispuesta a aguantar empleo en malas condiciones.  Muchos países reciben enormes cantidades de dinero por encargarse de no dejar pasar a algunos de esos emigrantes o por hacer ver que se encargan.  Y a muchos otros les viene muy bien el dinero que mandan los que se van. 

Los que pagan por todo y sufren las consecuencias son los contribuyentes, cada vez peor tratados y más ahogados por los impuestos a que se ven sometidos.  Con esos impuestos se paga el estado de bienestar, la seguridad social y los cuidados médicos, y no parece muy justo que se beneficien los que no pagaron.  La generosidad es una virtud y la prodigalidad es un grave defecto que daña al que da y al que recibe.  No se puede ser generoso con los bienes y el dinero de los demás.  Nadie puede abrir las puertas de su casa a todos los que quieran entrar en ella y la casa colectiva, que es la nación, tampoco lo puede hacer.

Lo bueno sería que no hubiera fronteras entre los países y que todo el mundo pudiera vivir donde quisiera, pero para eso todas las naciones tendrían que gozar de un nivel de vida razonable y dejar de robarse las unas a las otras.  Mientras tanto, lo lógico sería que sean los políticos y las organizaciones y personas que apoyan la entrada masiva de inmigrantes los que paguen y aguanten las consecuencias.  Si de verdad quieren demostrar generosidad y apertura, tendrían que hacerlo con su dinero y no con el de unos contribuyentes a los que no se les ofrece posibilidad de elegir.  Para que sea creíble la política de puertas abiertas a la emigración habría que empezar por llevar a los inmigrantes a vivir a los barrios más ricos y no a los más pobres y, por cada inmigrante que entre, rebajar un tanto por ciento el sueldo de los políticos y de los altos cargos de las organizaciones benéficas y caritativas que intervienen en el asunto.  

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